Los años pasaron e Isaac ya muy anciano se había quedado ciego. Un día llamó a Esaú.
─Mijo, ya estoy muy viejo y en cualquier momento puedo morirme. Vaya al campo con su arco y sus flechas y cázame algún animal. Luego prepáreme un buen guiso como a mí me gusta, y tráemelo para que me lo coma. Entonces te bendeciré antes de que muera.
El corazón de Esaú se llenó de una mezcolanza de sentimientos. Se sintió una gran felicidad porque había llegado el día que todo hijo mayor esperaba, el día en que recibiera la bendición de su padre. Pero a la vez se sintió tristeza al pensar en la muerte apremiante de su mejor amigo, su fiel aliado de toda la vida, su querido padre. Saliendo de la carpa recogió su arco y sus flechas y se afanó a obedecerle.
Alguien se movió en la sombra detrás de la carpa, alguien quien había estado escuchando la conversación entre Isaac y su hijo preferido. Rebeca rápidamente llamó al hijo preferido de ella, Jacob, y le contó lo que acababa de escuchar. Luego le dio instrucciones de como quitarse la bendición de Esaú induciéndole a tenderle una trampa al padre, animándole a participar en un engaño.
Jacob toda la vida había obedecido a la voz de su madre sin cuestionar. Ahora lo único que le preocupó fue que su papá le pudiera descubrir la mentira y así maldecirle en vez de bendecirle. La respuesta de su madre le desarmó. ─Hijo mío, ¡Qué esa maldición caiga sobre mí! Tan solo haz lo que te pido.
Jacob fue a buscar los cabritos que su madre le había pedido, los llevó a ella quien rápidamente los preparó en el guiso tal como le gustaba a Isaac. Luego ella sacó la mejor ropa de Esaú y vistió a su hijo menor. El problema de sus brazos y el cuello sin vello lo solucionó cubriéndolos con las pieles de los cabritos. Así como cómplice en este terrible engaño le entregó el guiso y el pan y le mandó donde su padre.
La trampa funcionó y Jacob recibió la bendición.
Apenas que éste saliera de la carpa de Isaac, llegó Esaú del campo. Motivado al pensar en el momento tan sagrado que ya casi era una realidad, preparó el plato preferido de su papá con muchas expectativas. Empezó a imaginar la reacción de su papá al oler la carne. Como sería su aprecio, su aprobación. Mientras colocaba los toques finales a la comida, trató de adivinar que sería la bendición reservada para él como el hijo mayor. Su corazón se aceleró a la medida que tomó el plato y se dirigió a la carpa del padre.
El tono alegre de su voz reflejaba su emoción. ─Papá, levántate y come de lo que ha cazado tu hijo. Luego podrás darme tu bendición.
Pero su padre lo interrumpió. ─¿Quién eres tú?
─Soy Esaú tu hijo primogénito, ─contestó, pensando que fuera de había perdido la vista, su padre estaba perdiendo la memoria. No estaba preparado para lo que sucedió enseguida. El anciano empezó a temblar y muy sobresaltado, pregunto: ─¿Quién fue él que me trajo lo que había cazado? Confundido, siguió ─poco antes que llegaras yo me lo comí todo. Le di mi bendición, y bendecido quedará.
Esaú se llevó sus manos a su pecho. Su corazón empezó a latir precipitadamente. Se sintió un calor y un dolor al mismo instante como si estuviera quemándose. Algo como un ácido caliente se le regó por dentro. Era ese el ácido de la amargura que quema todo lo que toca.
Asustado, el hombre lanzó un grito aterrador.
─¡Padre mío, te ruego que también a mí me bendigas!
La respuesta de su padre punzó en su corazón herido como un dardo ardiente. ─Tu hermano vino y me engañó, y se llevó la bendición que a ti te correspondía.
─¡Con razón le pusieron Jacob! ─replicó Esaú, refiriéndose al sentido figurado ‘él engaña’. Sus palabras amargas cayeron como ascuas de fuego, rojas y calientes. Siguió expresando su dolor. ─Ya van dos veces que me engaña: primero me quita mis derechos de primogénito, y ahora se lleva mi bendición.─ Volviéndose hacia el anciano preguntó: ─¿No te queda ninguna bendición para mí?
En ese instante Isaac se acordó de las muchas veces cuando él había defendido el pequeño Esaú en contra de su hermanito. Lo que había sido tan fácil en ese entonces ya era imposible.
Sus palabras patéticas solamente afirmaron la realidad de la tragedia. ─Ya no puedo hacer nada, mijo. Ya lo he puesto a su hermano por señor suyo; todos sus hermanos serán siervos suyos, lo he sustentado con trigo y con vino. ¿Qué puedo hacer ahora por ti, mijo?
Olas de ira pasaron por encima de Esaú. Su respiración vino erráticamente y le subió el calor a la cara. Se empuñó las manos y todo su cuerpo temblaba. Se encorvó sus espaldas como suele hacer un toro frente a un trapo rojo.
Insistió: ─¿Acaso tienes una sola bendición, padre mío? ¡Bendíceme también a mí!
De repente no aguantó más y se echó a llorar. Lagrimas brotaron de sus ojos y rodaron por sus mejillas acomodándose en su grueso barba pelirroja. Eran lágrimas de ira, frustración e impotencia. Pero en vez de aliviar el calor del fuego internó, éste se intensificó y Esaú empezó a darse cuenta que el ácido de la amargura destruye hasta el ser interior.
Entre el sonido de su propio llanto, destrozado escuchó las palabras de su padre, una ‘bendición de segunda clase’, o ¿era una maldición?
─Vivirás lejos de las riquezas de la tierra, lejos del rocío que cae del cielo. Gracias a tu espada, vivirás y servirás a tu hermano. Pero cuando te impacientes, te librarás de su opresión.
Sin mirar a la cara de padre, Esaú salió de la carpa. A partir de ese momento la amargura en su corazón se convirtió en un profundo rencor hacia su hermano. Mientras se alejaba, pensaba: Ya falta poco para que hagamos duelo por mi padre; después de eso, mataré a mi hermano Jacob.
Rebeca, dándose cuenta de los pensamientos y planes de Esaú, mandó llamar a Jacob y empleando su astucia, ingenió un plan para alejarle del peligro de la amenaza de muerte. Convenció a su esposo Isaac que el motivo del viaje era para que no se casara con las mujeres vecinas. Así que, con la bendición de su padre, Jacob se fue de la casa.
Aparentemente todo estaba solucionado ya que la presencia de su hermano no le mortificaba a Esaú todos los días. Pero la amargura le carcomía por dentro e influyó en todas sus decisiones. Tomó la decisión de irse donde su tío Ismael.
*** *** ***
─¡Tío! ¡Tío Ismael! Soy yo, Esaú, su sobrino.
Esaú aceleró sus pasos. Por fin iba a conocer el hermano de su papá, el tío que era un extraño entre la familia. Había escuchado tanto de él y siempre había tenido la impresión que se entendiera con él.
Y así fue. Dentro de muy corto tiempo los dos hombres encontraron un lazo que unía sus almas. Los dos, amargados tenían un tema en común. Por fin Esaú pudo expresar su amargura a alguien quien le entendió perfectamente porque la vida de Ismael también había sido plagada por ese mal. Pronto Esaú se enamoró de su prima Mahalat, hija de Ismael, el imán que los atraía, la misma amargura.
*** *** ***
Pasaron los años. Un día Esaú tuvo la oportunidad de reconciliarse con su hermano Jacob, pero tristemente los besos y abrazos no se desligaron el efecto duradero de la amargura que ya residía en los genes de sus propios hijos. La amargura se perpetuó en el ADN espiritual de las siguientes generaciones.
*** *** ***
Pasaron muchísimas generaciones.
Abdías se restregó sus ojos y se preguntó si estuviera soñando. Luego sacudió la cabeza para convencerse que estaba despierto. De repente se cayó en cuenta que lo que estaba presenciando era una visión. El profeta de Dios se paró y prestó toda su atención. La adrenalina fluyó por todo su cuerpo y él empezó a hablar con firmeza y seguridad:
Así dice el Señor omnipotente acerca de Edom:
« ¡Te haré insignificante entre las naciones, serás tremendamente despreciado! Tu carácter soberbio te ha engañado. Como habitas en las hendiduras de los desfiladeros, en la altura de tu morada, te dices a ti mismo: ¿Quién podrá arrojarme a tierra? Pero aunque vueles a lo alto como águila, y tu nido esté puesto en las estrellas, de allí te arrojaré afirma el Señor.
Si vinieran a ti ladrones o saqueadores nocturnos, ¿no robarían sólo lo que les bastará? ¡Pero tú, cómo serás destruido! Si vinieran a ti vendimiadores, ¿no dejarían algunos racimos?
¡Pero cómo registrarán a Esaú! ¡Cómo rebuscarán sus escondrijos!
Hasta la frontera te expulsarán tus propios aliados, te engañarán y dominarán tus propios amigos. Los que se sientan a tu mesa te pondrán una trampa . . .
Mientras el profeta continua profetizando, lentamente se aclaran para nosotros los detalles del trasfondo de los Edomitas, lo que esta más allá del fondo visible, detrás de las apariencias, las intenciones, y las acciones.
Se manifiesta la cadena interminable:
El niño pelirrojo, protagonista en una rivalidad entre hermanos mellizos.
El adolescente, atrapado en el conflicto de las preferencias de sus padres.
Un joven cazador, victima del engaño de su hermano.
El hombre marcado por la trampa tendida por su propia madre.
El hombre amargado, quién busca otro amargado.
Esaú, eslabón en la cadena de amargura que perpetúa sus generaciones.
Padre de una nación con reacciones desequilibradas.
Progenitor de una nación altamente agresiva.
Una nación que termina sola, engañada y . . . aniquilada.
Abdías suspiró profundamente al llegar al fin de la profecía. Su voz no pudo disimular su propio dolor al pronunciar las palabras finales:
. . . no quedará sobreviviente entre los descendientes de Esaú. El Señor lo ha dicho.