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JOSE PERDONA Y LA CADENA SE ROMPE Segunda Parte

08/30/16- Por Katalina Keith

El grupo de beduinos se sienten extraños e inapropiados a las afueras del palacio. Traen su propio ambiente, su olor particular del campo. En silencio se acercan al gobernador y luego como es debido, se postran rostro en tierra.
Los ojos del gobernador se abren de par en par.
¿Sus hermanos?
No cabe duda. Todo su cuerpo se estremece. Se retiene la respiración. Luego se endereza y frotando sus manos levemente para quitar el sudor que brota, les habla con rudeza.
—¿Y ustedes? ¿De dónde vienen?
Ya sabe la respuesta.
El idioma y el acento acarician los oídos de José. Él no necesita los servicios de su intérprete.
Los abanicos de sus dos asistentes ondean letárgicamente. Parece que el tiempo se detiene. De repente José escucha el eco de las palabras burlonas:
¿De veras cree que va a reinar sobre nosotros, y que nosotros le va a someter?
Volviendo al presente, su corazón palpita con emoción. Hay un intercambio de palabras fuertes. El gobernador insiste que son espías; los beduinos enfatizan su inocencia. El asunto termina con los beduinos encarcelados durante tres días.
El tercer día José les propone que dejen uno de ellos bajo custodia mientras lleven el alimento a su casa y al regresar traigan a su hermano menor, ya que ellos le han comentado de tal muchacho.
Aceptan la propuesta y conversan entre ellos acerca de la situación sin tener la menor idea de que el gobernador les entiende.
Rubén el hermano mayor habla. —Yo les advertí que no le hicieran daño al muchacho, pero no me hicieron caso. ¡Ahora tenemos que pagar el precio de su sangre!
Una ola de emoción fuerte inunde el corazón de José y amenaza desbordarse frente a sus hermanos. Rápidamente se retira del salón, y busca un lugar a solas. Se desploma en un asiento y llora a lágrima viva. El profundo dolor, la tristeza y la nostalgia dan empujones para conseguir el primer lugar en su alma. En lugar de amargura, se manifiesta un profundo amor fraternal.
Con un esfuerzo José recobra su compostura y vuelve a reunirse con sus hermanos. Aparta a Simeón y ordena que lo aten delante de ellos.
—Cuando traigan a su hermano menor que se dicen tener, soltaré a éste. Pruébenme que dicen la verdad.
Mientras sus hermanos intentan asimilar este asunto, José se retira para dar órdenes a sus siervos, ordenes sorprendentes dado por alguien quien paga bien por mal.
—Llenen los costales de alimentos.
—Repongan el dinero.
—Dénles provisiones para el camino.
Así que los hermanos descubren su propio dinero en los costales esa noche cuando se paran para descansar. No salen del asombro.

*** *** ***

Después de un tiempo se repite la escena. El grupo de beduinos llega al palacio y hace reverencia al gobernador.
José ve a su hermanito. Da órdenes a su mayordomo.
—Lleva a estos hombres a mi casa. Luego, mata un animal y prepárelo, pues estos hombres comerán conmigo al mediodía.
¡La cadena de amargura presente en la familia desde generaciones atrás, está por romperse!
¡El amor triunfa sobre la maldad!
Sentados a la mesa del almuerzo los hermanos se miran al uno al otro. Están sentados de mayor a menor. No pronuncian palabra pero sus caras revelan su asombro. Les sirven desde la mesa del gobernador. Y a Benjamín le sirven porciones mucho más grandes que los demás. La pregunta se cuelga en el aire. ¿Qué pasa aquí?
Pronto se darán cuenta.

*** *** ***

José vuelve a mandar que se reponga el dinero en los costales de sus hermanos y que escondan su propia copa de plata en el costal de Benjamín. Los despide y luego los manda a traer de vuelta para investigar quien es el culpable del robo. Ese sería su esclavo.
Judá se pone frente a la situación.
—¿Qué podemos responderle a usted? ¿Cómo podemos probar nuestra inocencia? Dios nos ha encontrado en pecado. Aquí nos tiene usted; somos sus esclavos, junto con el que tenía la copa.
La respuesta de José les deja sin aliento.
—De ninguna manera. Sólo aquel que tenga la copa será mi esclavo. Los otros pueden regresar tranquilos a la casa de su padre. Nadie los molestará.
Judá se acerca a José y explica la situación complicada con detalles y ruega por Benjamín.
—Le ruego a usted que me permita quedarme como su esclavo, en lugar del muchacho. Deje usted que él se vaya con sus hermanos. Porque, ¿cómo voy a regresar junto a mi padre, si el muchacho no va conmigo? No quiero ver el mal que sufriría mi padre.
Ahora José no puede controlarse delante de sus empleados y los manda a retirarse.
Comienza a llorar.
—Yo soy José. ¿Vive mi padre todavía?
Los hermanos quedan mudos. Unos empiecen a temblar, otros empalidecen. Ninguno se atreve a abrir su boca.
—Por favor, acérquense a mí.
Como en cámara lenta, el grupo se le acerca.
—Yo soy su hermano José, el que ustedes vendieron a Egipto.
Los ojos de todos están puestos en José. Sentimientos de culpa y de remordimiento están reflejados en los rostros.
José continúa: —Pero, por favor, no se aflijan ni se enojen con ustedes mismos por haberme vendido, pues Dios me mandó antes que a ustedes para salvar vidas.
En el ámbito espiritual se escucha un estrépito sonido. La cadena de amargura de generaciones atrás se está rompiendo.
—Ya van dos años de hambre en el país, y todavía durante cinco años más no se cosechará nada, aunque se siembre. Pero Dios me envió antes que a ustedes para hacer que les queden descendientes sobre la tierra, y para salvarles la vida de una manera extraordinaria. Así que fue Dios quien me mandó a este lugar, y no ustedes.
Un silencio estruendoso llena el recinto. De repente se escuchan los sollozos.
José y Benjamín se abrazan y luego José abraza a cada hermano.
Los muros de rivalidad se derrumban con los abrazos.
Las lágrimas derriten la coraza de odio.
El perdón rompe la cadena de amargura.
 


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