─Usted está desnuda.
El hombre señala con el dedo a la mujer delante de él.
─Usted también ─replica ella y tuerce la boca.
Sus miradas acusadoras se cruzan.
De repente un corrientazo pasa por los cuerpos de ambos dejándoles sin fuerzas. Empiecen a temblar de manera involuntaria.
No existen palabras en su vocabulario para expresar lo que están experimentando. Vulnerables… avergonzados y sí, ─ totalmente desnudos. Algo se les ha caído.
Se miran el uno al otro. Ambos perciben en los ojos del otro algo inexplicable.
Temor. Vergüenza.
Se sienten perdidos. Destituidos.
Destituidos de la Gloria de Dios, ese vestido hermoso, inigualable con que Dios les había vestido.
Hasta ese momento se han visto a través de la Gloria de Dios. Nunca se han visto desnudos. ¡Qué horror!
En un intento inútil de cubrir su desnudez, agarran unas hojas, hojas de higuera. No es una sabía decisión como de pronto se dan cuenta. Aunque el tamaño esta a su favor, la textura áspera y rugosa al tacto les mortifica.
La mujer hace una mueca de dolor. Lagrimas brotan de sus ojos.
*** *** ***
¿Habrá esperanza para toda la humanidad que después de esta tragedia nace desnuda y destituida de la Gloria de Dios?
¿Existiría un vestido digno para cubrir su desnudez?
Y ¿será que podríamos dejar de ver la desnudez de nuestros semejantes y empezar a verles a través de la Gloria de Dios?
*** *** ***
Acompáñame a escuchar a un hijo conversar con su padre.
Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí.
La conversación entre el Hijo Jesús y el Padre Dios, nos trae luz sobre las preguntas que acabamos de hacer. ¡El vestido de la Gloria de Dios se puede recuperar!
Si estoy vestido de la Gloria de Dios, no veo la desnudez de mi hermano. Lo veo a través de la Gloria de Dios; lo veo vestido de la Gloria de Dios.
*** *** ***
─Otra vez. ¡No lo puedo creer!
La mujer cuelga el teléfono y se desploma en el sillón. Una película empieza a desarrollarse en su mente, las primeras escenas tan nítidas como las últimas.
Ve, como si fuera ayer, su esposo en el púlpito frente a una congregación grande. Los feligreses lo aplauden.
Escucha claramente los gritos de júbilo de los jóvenes cuando es nombrado el líder de ellos. Pero ahora las felicitaciones retumban; los halagos suenan como burlas y los aplausos como piedras que golpean una pared.
Ve los campesinos en aquella vereda rogándole a comprometerse con ellos. Grita uno, ─Si no es con Orlando, pa’ que estudiar la Biblia.
Escucha las risitas de las jovencitas sentadas en las primeras bancas del salón. No pierden culto; Orlando es su héroe.
Luego se acuerda cuando él empieza a dar consejos a cierta joven. Ella le busca, le llama, le insiste, … le seduce.
Una ola de ira pasa por el cuerpo de esta mujer traicionada. Se empuñan las manos.
─Esa muchachita maldita.
Frunce el ceño y se pregunta: El supuesto arrepentimiento ¿qué? El esfuerzo de acompañarle en todo el proceso de restauración ¿Para qué?
Vuelve a timbrar el teléfono.
La mujer vuelve a escuchar el mismo chisme pero sabe que no es ningún chisme sino una repugnante realidad. Su esposo ha vuelto a caer en adulterio.
*** *** ***
Arrodillada al lado del viejo sillón se pregunta una y otra vez que debe hacer, como debe reaccionar. Empieza a orar.
Pasan las horas. Cuando se levanta sabe qué debe hacer, como debe reaccionar. Toma una hoja arrugada y manchada y empieza a leer en voz audible:
Gracias Señor por dar a Orlando la potestad de ser tu hijo. Confieso que él es un hijo de Dios, porque le ha recibido y ha creído en tu nombre.
Señor declaro que Orlando es tu templo porque tu Santo Espíritu vive en él. Tú lo compraste por el precio más alto del universo, tu preciosa sangre. Enséñale a glorificarte en su cuerpo.
Respira profundamente mientras lucha con sus propios pensamientos. Escenas indeseadas danzan delante de sus ojos pero decide creer lo que su esposo es en Cristo, así que sigue orando la Palabra de Dios.
Gracias Señor por haberle librado de la potestad de las tinieblas. Anuncio que Satanás no tiene poder en él. Orlando pertenece al reino de Jesucristo para siempre.
Gracias Señor, que tú viniste a deshacer las obras del diablo. Proclamo que son deshechas todas las obras de Satanás en la vida de mi esposo.
Gracias porque tú le escogiste a Orlando desde antes de hacer el mundo para que él fuera santo. Gracias que tu sangre le hace santo. Declaro que él es santo.
¿Santo? ¿Qué santo va a ser después de semejante recaída?
La mujer sobresalta al escuchar estas palabras en su mente. Una vez más la verdad humana trata de imponerse sobre la verdad de Dios.
Casi gritando contesta: ─En Cristo Orlando es santo. Creo lo que Dios dice de él. La sangre de Cristo le hace santo.
Siente un escalofrío; toma un pañuelo y lo pasa por su frente para limpiar el sudor; con un esfuerzo sigue repasando la hoja.
Gracias Dios por perdonar todos sus pecados, y anular todo decreto en su contra. Tú has justificado a Orlando y no hay quien le acusa de nada.
Señor, declaro que mi esposo tiene la victoria por medio de Jesucristo. Él es más que vencedor.
*** *** ***
En las madrugadas mientras Orlando duerme a su lado, esta mujer valiente que ha decido creer la verdad de Dios en vez de la verdad humana, repite una y otra vez lo que Dios dice acerca de él. No niega la verdad humana, simplemente no permite que la desvíe de su decisión de creer la verdad de Dios. Decide vestirlo de la Gloria de Dios, y así no ver la desnudez de su amado. Lo ve a través de la Gloria de Dios. Lo ve en Cristo.
Pasan los días.
Mientras prepara los alimentos la mujer toma estas poderosas armas y afirma en voz baja quien es su esposo en Cristo.
Orlando es redimido. Él es justificado, lavado, santificado. Él es completo en Cristo. Es una nueva criatura. Declaro que Orlando tiene la mente de Cristo.
*** *** ***
Usted se pregunta ¿Y qué pasó al fin?
Este es un relato verídico.
Llegó el día cuando Orlando confesó su pecado y fue restaurado porque una mujer decidió poner a un lado las armas carnales ─ la rabia, la tristeza, la venganza, aun su dolor; ella decidió cubrir la desnudez y ver a su esposo en Cristo. Escogió el mejor ropaje ─ lo vistió con Cristo.