─Se acabó el agua.
Las palabras de Agar cayeron como una piedra en la mente de Ismael. Todo beduino sabía que sin agua en el desierto la posibilidad de sobrevivir era imposible. Acostado debajo de un arbusto estalló en llanto, Sus sollozos salían del profundo de su interior formando una pequeña grieta en la coraza dura que se había formado alrededor de su corazón. Junto con sus lágrimas, derramó la ira, la frustración y la amargura represada. Pasó su lengua encima de sus labios tostados y sintió la sal, el residuo de sus lágrimas. Agotado, cerró sus ojos.
Cuando volvió en sí, sintió un hilito de agua que bajaba por su garganta. Tragó con dificultad y trató de concentrarse en las palabras de su madre.
─Dios te escuchó, ─le susurró. ─Él te escuchó llorar y me mostró donde encontrar agua. Hijo ¿sabe que me dijo? Que de ti hará una gran nación. ¡Ánimo Ismael! Sé que Dios está contigo.
Sí, Dios estaba con Ismael pero su amargura no le permitió disfrutar de su compañía.
Ismael fue creciendo y se convirtió en un experto arquero. Como hombre, ya no tiraba flechas imaginarias al infinito para apagar las estrellas. Cada flecha que llegó al blanco fortalecía la raíz de amargura que no solamente ocupaba su corazón sino que como un tumor maligno hacía metástasis hasta que invadió todo su ser y controló toda su vida. Su madre se acordaba de las palabras del ángel: Será un hombre indómito como asno salvaje. Luchará contra todos y todos lucharán contra él; y vivirá en conflicto con todos sus hermanos.
Ismael parado en la puerta de su carpa, miraba hacia el horizonte. Podía ver una nube de polvo. ¿Visitas? Nadie nunca visitaba a Ismael, ese hombre solitario, aislado en su propio desierto emocional. Aún sus doce hijos ya adultos no se amañaban al lado de su padre. La nube de polvo crecía e Ismael percibió las siluetas de los camellos lo que hizo que su curiosidad aumentó.
─ ¡Tío! ¡Tío Ismael! Soy yo, su sobrino. Soy Esaú.
¿Esaú, hijo de su hermanito Isaac?
Ismael pasó una mano frente a sus ojos. Su corazón se aceleró mientras tragó saliva. Pero su temor no tenía fundamento. Dentro de muy corto tiempo los dos hombres encontraron un lazo que unía sus almas. Tenían un tema en común. Se entendieron y se abrieron sus corazones. Tal vez por primera vez en su vida Ismael pudo expresar su amargura a alguien quien le entendía perfectamente.
No pasó mucho tiempo antes de que Esaú se enamorara de Mahalat, hija de Ismael. Se entendieron. El imán de la amargura atraía el uno al otro.
Pasaron muchos años. Los dos hermanos se encontraron parados juntos frente a la tumba de su padre Abraham. Ismael e Isaac. La muerte, esa inevitable circunstancia amarga de la vida los había unido aunque por un breve momento. ¿Se miraron? ¿Se hablaban? ¿Intentaron una reconciliación? No sabemos. Pero lo que sí sabemos es que hasta el día de hoy los descendientes de Ismael y los descendientes de Isaac están todavía en desacuerdo. La cadena de amargura se perpetua de generación en generación. Los judíos y los árabes todavía son enemigos en el siglo veintiuno.
¿Y el fin de Ismael?
Ismael murió sin apropiarse de la bendición de Dios, sin disfrutar de Su compañía, sin soltar y entregar a Dios su bulto de reacciones a las circunstancias adversas de su vida.
Murió como nació: amargado.