YO VOLVERÉ
Canta el gallo al despuntar el día. Entre dormido el pescador lo escucha y gime. Ráfagas de dolor irrumpen en su mente mientras le aparecen caras distorsionadas, caras que reflejan curiosidad, burla, sarcasmo. Se escucha una pregunta de tono agudo:
¿No eres tú de sus discípulos?
La respuesta automática golpea a sus sienes y produce un dolor físico.
-No lo soy. No lo soy. No lo soy.
Y enseguida canta el gallo otra vez. Se pregunta: ¿Así será mí despertar cada mañana?
Un sentimiento de profunda tristeza lo envuelve. En un cobarde intento de negar la realidad Pedro cubre su cabeza con la cobija. Vienen las lágrimas.
De repente, golpes y gritos llenan la casa. Con esfuerzo el hombre debajo de la cobija vuelve al presente y reconoce la voz de la mujer. ¡María Magdalena! Pedro inclina la cabeza y escucha con atención:
Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde le han puesto.
Desconcertado se levanta, cruza la habitación a tropezones y se precipita hacia la puerta. Juan aparece de la nada y los dos toman el camino al sepulcro sin cruzar palabras. La adrenalina se esparce por sus cuerpos y corren juntos.
Reina la confusión en la mente de Pedro. Tantas preguntas y ninguna respuesta. Este aminora la marcha y Juan se adelanta, llega al sepulcro primero, mira pero no entra. Llega Pedro tras él y entra en el sepulcro.
Se congela el momento, un momento que parece una eternidad. Sus ojos se acostumbran a la penumbra. Ve los lienzos y luego ve el sudario, ese pedazo de tela con que se suele a envolver la cabeza de un difunto. Nota que esta aparte y enrollado.
Absorto, Pedro sale del sepulcro y emprende el camino a la casa.
¿Será? ¿Lo imaginaba? El latir de su corazón repite la pregunta una y otra vez. ¿Será?
El sudario enrollado y en un lugar aparte. Él, como todo varón judío conocía muy bien la tradición, esa señal entre un amo y su criado.
Cuando el amo había terminado de comer, este se levantaba de la mesa, limpiaba sus dedos, su boca, y su barba, y arrugando la servilleta la tiraba sobre la mesa. El criado entonces sabía que el amo había terminado y que ya podía recoger la mesa. La servilleta arrugada significaba, -Me voy.
Pero si cuando el amo al levantarse de la mesa, enrollaba su servilleta, y la ponía aparte, el criado no se atrevía a tocar la mesa, porque . . .
Como una flecha ardiente llega la revelación al corazón de Pedro. Se le encharcan los ojos.
La servilleta enrollada significaba que el amo decía: ¡Yo volveré!
Al dejar el sudario enrollado y en un lugar aparte Jesús decía: ¡Yo volveré!
Y Pedro se acuerda de las palabras de su amo: El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán; pero después de muerto, resucitará el tercer día.